jueves, 28 de febrero de 2013

Tommie Smith, un saludo para la posteridad


El año 1868 se abolía oficialmente la esclavitud en los Estados Unidos de América. Era la primera medida de Abraham Lincoln como presidente tras el final de la Guerra de Secesión: cuatro años de conflicto entre norte y sur, entre abolicionistas y proesclavistas, que terminó con la victoria y la 'Unión' de ambos territorios después de la declaración unilateral de independencia proclamada por los estados del sur (confederados) antes de iniciarse una de las guerras civiles más famosas de la historia moderna el año 1861.


La inmensa mayoría de los esclavos era de raza negra y trabajaba en plantaciones o al servicio de sus amos; llamados comúnmente afroamericanos, aquella enmienda número 13 que había añadido Lincoln en la Constitución de los Estados Unidos significaba para muchos de ellos sentirse libres por primera vez en su vida. Pero el contenido de aquella ley, que resaltaba la 'igualdad entre hombres y razas' y la libertad absoluta para todos los ciudadanos del país, sin importar su origen o procedencia, terminaría, a la postre, convirtiéndose únicamente en una formalidad burocrática.


103 años después, más de un siglo transcurrido desde ese capítulo de la historia de los Estados Unidos, en el Estadio Olímpico Universitario de la ciudad de México DF el atleta estadounidense Tommie Smith alzaba el puño cubierto por un guante negro mientras retronaba el The Star-Spangled Banner (himno del país) en el graderío tras la entrega de la medalla de oro que lo acreditaba como vencedor de la prueba de los 200m libres. A su lado, el también norteamericano John Carlos levantaba su puño izquierdo, teñido también de color carbón, formando una de las imágenes más famosas y recordadas de la historia de los Juegos Olímpicos modernos.




Tommie Smith nació y creció empapándose de la discriminación y la segregación racial a la que estaba sometida la población de raza negra aun habiendo transcurrido más de 100 años desde la abolición de la esclavitud y la declaración de igualdad. Séptimo de 12 hermanos, Tommie vio como sus padres se deslomaban día sí día también, de sol a sol, en una plantación de algodón en Texas, su lugar de nacimiento, junto con cientos de hombres y mujeres afroamericanos más para poder dar de comer a sus hijos. La única diferencia existente entre aquella estampa y la que se hubiera vivido si viajáramos un siglo atrás en el tiempo era que ahora los recolectores no recibían latigazos para aumentar la producción y que se ganaban un pequeño jornal, que tampoco había provocado que su nivel de vida superara en exceso al de antaño.


En el marco de un país que proyectaba al mundo una imagen de modernidad, del 'sueño americano', de ser un ejemplo en todos los ámbitos, no dejaba de ser sorprendente que aún existieran locales de uso exclusivo para personas de raza blanca, o que entraras en un restaurante y estuviera señalado con un cartel dónde tenía que sentarse la gente de raza negra y dónde podía hacerlo la de raza blanca. Pero algo estaba cambiando. La sumisión y el conformismo ya hacía un tiempo que estaban dejando paso al sentimiento de repulsa y de rebelión. Los afroamericanos presenciaban impertérritos como la Guerra del Vietnam se llevaba a sus jóvenes a una muerte casi anunciada mientras en las calles continuaba la segregación y se les seguía menospreciando.




El joven Tommie Smith, que se había trasladado a California con su familia en busca de un mejor porvenir lejos de la dureza y las condiciones de las plantaciones texanas, no era ajeno a estos aires reivindicativos de cambio. Estaba desarrollando un físico portentoso y muy pronto empezó a destacar en el Instituto (o College, como le llaman los norteamericanos) en casi todas las disciplinas del atletismo. Esa habilidad deportiva le permitió conseguir algo que era poco menos que una utopía para un joven afroamericano de su condición: acceder a la universidad.


El periodo universitario fue el que cambió de verdad la forma de ver las cosas y de involucrarse en ellas a Smith. En todas las universidades del país se estaban cociendo programas de apoyo a la igualdad, de rechazo a la discriminación racial, y los jóvenes, no sólo los afroamericanos, que eran pocos, eran el pilar y el principal impulso de estos movimientos reivindicativos. Además, las noticias sobre el 'apartheid' en Sudáfrica y la aparición de personajes de peso dentro de la lucha contra la discriminación racial como Malcolm X, que espoleó a la gente de raza negra a luchar por sus derechos, hicieron que el clima se tornara cada vez más tenso.




Aceptado en la Universidad de San José State, Tommie desarrolló aún más su físico gracias a la preparación que ofrecía una de las universidades que contaba con mayor número de promesas deportivas del país, sobre todo en el ámbito del atletismo. Pero a la vez que Tommie definía su cuerpo para llegar a lo más alto, en su interior también estaba desarrollando otro tipo de cambio. Se unió a distintos movimientos antirracistas y decidió secundar el proyecto promovido por el sociólogo Harry Edwards, profesor de su universidad. Se trataba del Olympic Project for Human Rights (OPHR) y se gestó con el objetivo de luchar contra la segregación racial mediante el deporte.


Smith apoyó el proyecto junto con otros deportistas de élite en ciernes de renombre. Entre los más activos se encontraba Lewis Alcindor, que más adelante pasaría a ser conocido como Kareem Abdul-Jabbar, tras su conversión al islam. Corría el 1967 y el OPHR se estaba planteando boicotear los Juegos Olímpicos del año siguiente. Finalmente, una serie de circunstancias, entre las que se encontraba la renuncia al cargo del reconocido racista y presidente del COI Avery Brundage, hicieron que aparcaran esa idea.


Llegó el mes de octubre de 1968 y con él los Juegos Olímpicos, que ese año se disputaban en México DF. Tommie Smith era el gran favorito en la disciplina de los 200 metros libres . Venció sin paliativos y pulverizando el récord del mundo, siendo el segundo atleta en toda la historia en bajar de los 20 segundos. El australiano Peter Norman finalizó segundo y su compañero y amigo John Carlos lo hizo en el tercer cajón del podio. Carlos y Smith habían hecho una promesa antes de la carrera y decidieron cumplirla, aun sabiendo que su carrera deportiva podía terminar en ese mismo momento. Iban a portar dos guantes negros como símbolo de la lucha antirracista del 'Black Power' en el momento de recibir las medallas, luciendo el chándal de los Estados Unidos y con el himno de las 'barras y estrellas' de fondo. Informaron a Norman de lo que se disponían a hacer y éste, concienciado también con la segregación existente en Australia, aceptó lucir el emblema de la OPHR en el pecho.




“Por mi cabeza pasó desde no conseguir trabajo hasta la necesidad de decir algo porque creía en ello. Puedes correr pero no esconderte, y todo eso es parte de lo que creía entonces y todavía creo”. Estas fueran las palabras que utilizó Tommie Smith para responder a la pregunta sobre qué pensaba mientras mantenía el puño alzado en el podio. Con la mirada pegada en el suelo, conscientes del momento histórico que estaban protagonizando, Carlos y Smith defendieron hasta las últimas consecuencias sus ideales, conscientes mientras sonaba el himno estadounidense de que probablemente sería la última vez que lo escucharían encima de un podio.




Efectivamente, se les crucificó. Fueron expulsados automáticamente de los Juegos por el COI, que envió un ultimátum al equipo norteamericano. La sociedad norteamericana les dio la espalda y se convirtieron en mártires para el colectivo afroamericano. Con el tiempo, aún así, aquel oro olímpico de Tommie Smith sería reconocido como uno de los momentos más especiales en esta relación eterna, inseparable, entre deporte e igualdad; un saludo que quedaría para la posteridad.

viernes, 15 de febrero de 2013

Juventus 2002-03: un equipo de ensueño con final trágico

Afirmar que el 'calcio' no atraviesa su mejor momento no es ninguna osadía. Que dentro del naufragio general la Juventus es de lo poco salvable, tampoco. Repasando una a una las plantillas de las 'squadras' del campeonato doméstico del país transalpino es imposible que no te invada la nostalgia recordando lo que había llegado a ser, no sólo a nivel de jugadores o de equipos imponiendo su ley dentro del fútbol europeo y a nivel de selecciones, sino por su atmósfera, por el seguimiento, por su grandeza y el respeto que imponían sus equipos cuando viajaban a lo largo del viejo continente, esparciendo su hegemonía allá por donde pasaban.

Pues bien, dentro del gran aura que llegaron a formar los conjuntos italianos y que ahora se esfuerzan por volver a recuperar, me he detenido en la temporada 2002-03 y, más en concreto, en una de las plantillas más temibles y laureadas de la historia del fútbol italiano, la Juventus del legendario Marcello Lippi. Seguramente no es una plantilla que vaya a ser recordada por la estética de su juego ni por la permisividad y el 'fair play' de sus defensores, pero sí por su solidez, su efectividad y su juego colectivo.



Aquella temporada, Marcello consiguió mantener el bloque que se alzó la campaña anterior con el 'scudetto'. Eso significaba mantener como buque insignia a un ya suficientemente maduro Alessandro Del Piero (28 años), seguir contando con un semidesconocido centrocampista checo que había aterrizado el pasado curso en el equipo llamado Pavel Nedved, disfrutar otro año del ariete cada vez más consolidado David Trezeguet, complemento ideal de Del Piero, y de conservar a la infantería, verdadera pieza angular para Lippi, formada por los Zambrotta, Tudor, Iuliano, Davids, Pessotto, Buffon y un largo etcétera...



Los 'bianconeros' encaraban esa edición de la Champions después de caer con estrépito la campaña anterior en la segunda fase de grupos de la máxima competición continental y con el orgullo herido para intentar lavar la imagen en Europa (no en Serie A, donde afrontaban el curso como vigentes campeones). Encuadrados en un grupo no especialmente complicado, con la presencia de algunos conjuntos que sería impensable ver ahora disputar partidos de Champions (casos de Feyenoord y Newcastle), finalizaron primeros, destacando una sonora goleada conseguida en Delle Alpi por 5-0 ante el Dynamo Kíev, con doblete de Marco Di Vaio incluido. Por cierto, en aquel Newcastle, más allá del gran emblema Alan Shearer, jugaban otros jugadores míticos como el congoleño Lualua o el recientemente fallecido Gary Speed.

Después de ese 'trámite' inicial y marchando viento en popa a por el 'scudetto', los pupilos de Lippi quedaron encuadrados en un grupo cuanto menos exótico, junto con uno de los equipos de moda en Europa, el Deportivo de la Coruña de Fran, Naybet, Donato, Mauro Silva, Diego Tristán y compañía (capítulo aparte merece aquel mítico equipo, por cierto), un histórico como el Manchester United y una 'perita en dulce' (que luego resultó estar mucho más madura de lo que se esperaba), el Basilea. Los de Alex Ferguson no tuvieron demasiados problemas en imponerse como primeros de grupo, batiendo además a la Juve en ambos enfrentamientos (inclusive un doloroso 0-3 en Delle Alpi). Finalmente, los de Lippi consiguieron el pase gracias al 'goal average' después de un sorprendente triple empate con Basilea y Deportivo.



A partir de ahí el camino iba a ser aún más espinado...La eliminatoria de cuartos de final...Bueno esa seguro que no la han olvidado los aficionados culés! Tras el empate a uno en Delle Alpi, con gol crucial para el Barça de Saviola en los últimos compases del partido, igualando el tanto inicial de Montero, las cosas pintaban bastante mal para los 'bianconeros'. Obligados a marcar en la vuelta en el Camp Nou y transcurridos 50 minutos en los que el Barça estuvo rozando el gol en más de una ocasión, Pavel Nedved, en una magnífica acción personal con la defensa como mera espectadora, hacía subir el 0-1.

Los locales se rehicieron con un tanto de Xavi, gracias al cual forzaron la prórroga. Ese tiempo extra quedará siempre en la retina de los culés como uno de sus recuerdos más amargos, mientras que los 'tiffossi' turineses lo guardarán en VHS entre sus tesoros más preciados. Cuando todo el mundo pensaba ya en la lotería del punto fatídico, un centro perfecto y medido desde la derecha de Birindelli lo enviaba al fondo de las mallas uno de los verdugos oficiales de la historia barcelonista, el uruguayo Marcelo Zalayeta. Dejó helado al Camp Nou y a su equipo en semifinales.



La cosa se ponía muy seria. El rival, un Madrid plagado de estrellas, entre ellas un Zinedine Zidane que se veía las caras con el equipo en el que había maravillado y triunfado hacía dos temporadas. La ida se jugaba en Madrid. Ronaldo adelantó a los blancos, pero Trezeguet marcaba 'el tanto', el de la tranquilidad para Lippi, el que aseguraba vida para la vuelta en Turín. Aún así, el gol de Roberto Carlos dejaba a los capitalinos con una ligera ventaja.

En la vuelta, la Juve, obligada a marcar, salió decidida a por el objetivo: en el minuto 12 Trezeguet se adelantaba a Esteban Cambiasso tras cesión de Del Piero y hacía subir el primero en el marcador. Antes del descanso, Del Piero, después de una gran acción partiendo desde la izquierda, marcaba el segundo y obligaba a los blancos a marcar. El éxtasis no llegó hasta el 73', cuando Nedved enganchaba una volea marca de la casa para batir a Casillas y hacía estallar en júbilo a una abarrotada (creo que no he vuelto a ver Delle Alpi con ese aspecto) grada del feudo juventino. Zidane hacía el gol del honor en la que otrora había sido su casa para sellar el 3-1 definitivo.



En la final esperaba un Milan con una trayectoria cuanto menos curiosa en esa edición de la Champions. Los de Carlo Ancelotti habían accedido a la Liga de Campeones después de superar una agónica fase previa contra el Slovan Liberec, lo que dio aún mayor valor al desenlace de aquella noche en Old Trafford, inigualable escenario para levantar un título. No debemos olvidar el triple gustazo de aquella Champions para los 'rossoneri', que dejaron a su archirival ciudadano, el Inter, en la cuneta en semifinales, merced a un providencial gol de Shevchenko en la vuelta en el Giuseppe Meazza, que neutralizaba el de Obafemi Martins tras el 0-0 en la ida en San Siro.

Entrando de lleno en la final, poca cosa se puede exprimir de lo que se vivió a lo largo de los 90' reglamentarios y los 30 de tiempo extra. El 'catenaccio' prevaleció en Manchester aquella noche como protagonista único; pareció un duelo de conservadurismo Lippi-Ancelotti, de ajedrez, donde arriesgar y apostar fuerte no entraba en los planes de nadie. Y claro, eso conlleva jugarse el todo por el todo en una tanda de penalties, seguramente la manera más cruel e injusta de decidir quien se alza campeón después de 9 meses de competición y de sortear rivales, cada cual más duro y correoso.



Y ahí la suerte le dio la espalda a la Juventus. De cinco penas máximas, los de Lippi sólo fueron capaces de anotar dos. Por el bando milanista, que también erró dos, Shevchenko se vistió de héroe y marcó el definitivo, el que otorgaba la vitola de campeón al Milan y dejaba uno de los mayores sinsabores de su historia a la Juventus de Turín...Los turineses se tomaron su venganza en la Serie A, donde se impusieron con facilidad, pero el regusto agridulce con el que terminarían ese año perduraría hasta este misma temporada, alargándose ya la sequía de títulos europeos 18 años.



Ante lo poco que dieron de sí los 120' de juego, aquí tenéis como se dio el cruel desenlace en los penalties...Triunfó Dida, cayó Buffon (cosas extrañas que tiene esto del fútbol):




viernes, 1 de febrero de 2013

Mónaco, de la vida principesca a reinventarse en la Ligue 2

El mundo del fútbol está lleno de historias efímeras. De equipos y jugadores que han conseguido llegar a lo más alto, pero han visto como la vida en la cumbre es harto difícil de mantener, más aún tratándose de conjuntos pequeños, carne de profanamiento por parte de los peces gordos, algo predecible y hasta comprensible (aunque sé que me arriesgo a que los seguidores de los clubes con menos tirón dejen automáticamente de leer estas líneas), puesto que esto que nos apasiona y marca nuestro ritmo de vida no deja de ser un producto al fin y al cabo.

El caso del Mónaco resulta bastante curioso, y hasta atípico, puesto que tachar de 'humilde' o 'equipo pequeño' a un club que representa a una de las regiones más ricas y glamurosas del mundo no deja de ser un tanto tendencioso, pero lo cierto es que dentro del 'circo' del fútbol el Mónaco representa una parte prácticamente insignificante. Ganan peso estas palabras viendo su situación actual, disputando sus partidos en el Louis-Dugauguez de Sedan o en el Stade Parmesain de la ciudad de Istres, en la preciosa provincia de Alpes-Costa Azul. La segunda categoría de un ya de por sí desvalorizado campeonato nacional francés.



Pero hubo un tiempo, no muy lejano, en el que en Mónaco no sólo se disfrutaba de una vida principesca en su costa plagada de los yates más lujosos del mundo, en su Gran Casino o en el Palacio Principesco, residencia de la realeza monegasca. Un tiempo en el que un estadio con nombre de rey eterno, el Louis II, acogió entre sus pequeños y coquetos muros partidos del más alto nivel mundial. El sueño empezaba la temporada 2002-03, cuando en la plantilla del AS Mónaco se reunieron un puñado de jugadores jóvenes, algunos totalmente desconocidos y otros con un gran porvenir por delante, pero sin haber demostrado nada aún. De esta forma, los Giuly, Nonda, Plasil, Prso, Rafael Márquez, Patrice Evra o Squilacci navegaban al son de un comandante novato, con un nombre inmaculado como jugador en el fútbol francés y europeo, pero con todo por demostrar y recorrer en los banquillos, Didier Deschamps. 



Después de cuajar una magnífica campaña, luchando por el campeonato contra el gran Lyon (que se alzaría con cinco ligas consecutivas), finalizó en segunda posición, con el congoleño Shabani Nonda como máximo artillero con 26 goles y con Prso y Giuly dentro del top-10 de goleadores, con 12 y 11 goles respectivamente. Los monegascos jugarían la próxima edición de la Liga de Campeones, se lo habían ganado a pulso y no iban a desaprovechar la oportunidad.

Con pequeños, pero significativos, cambios en el equipo, como el traspaso de Rafa Márquez al Barcelona o la llegada de Fernando Morientes en caldidad de cedido por el Real Madrid, el Mónaco afrontaba una de las temporadas más apasionantes de su historia. El camino en Europa no podía empezar mejor: después de quedar encuadrado en un grupo bastante asequible, con Deportivo, PSV Eindhoven y AEK de Atenas, consiguió finalizar como primero, incluyendo un antológico 8-3 (hasta ahora nadie ha superado esa cifre en un partido de Champions) en casa frente a los coruñeses con un póker de goles del croata Dado Prso. 



En octavos de final esperaba un Lokomotiv de Moscú que había terminado segundo en su grupo por detrás del Arsenal. Los rusos, liderados por Loskov y el exrealista Dmitri Khohklov, vencieron al conjunto de Deschamps en la ida en Moscú, pero los del Principado dieron la vuelta a la eliminatoria e hicieron bueno el 2-1 que marcó Morientes en un Estadio Lokomotiv nevado; próximo asalto: el Bernabeu. Y allí Morientes se cobró su 'pequeña' venganza, ya que su diana en la derrota por 4-2 en la ida fue crucial para que, con un 3-1, consiguieran dejar en la cuneta a todo un campeón de Europa dos ediciones anteriores. 

Tan sólo el Chelsea se entrometía ya en el imparable camino de los de Deschamps hacia la gran final de Gelsenkirchen. La eliminatoria, en líneas generales, resultó más plácida que la anterior. Pese a jugar la vuelta en Stamford Bridge, el marcador de la ida en el Louis II, con goles de Morientes, Prso y un Nonda que reaparecía tras estar siete meses lesionado, dejaba buenos presagios. Hernán Crespo daba esperanza a los 'blues', entrenados por aquel entonces por Claudio Ranieri (curiosamente ahora entrenador del equipo en Segunda). En la vuelta, los tantos del danés Gronjkaer y Lampard daban el pase momentáneo al Chelsea y ponían el miedo en el cuerpo a los visitantes. Aún así, el gol de Ibarra tranquilizaba a los visitantes, que veían como el gran sueño de disputar la gran final se hacía realidad con la sentencia, de nuevo, de Fernando Morientes.



Llegaba la gran final y en ella esperaba un Oporto que se había transformado en el equipo de moda. Con un técnico bastante desconocido ('bastante' porque venía de ganar la UEFA la temporada anterior), traductor de Bobby Robson en su etapa en el banquillo del Barça. Alenitchev, Deco, Maniche, Costinha, Bosingwa, Ricardo Costa, Ricardo Carvalho, Helder Postiga, Derlei...Nombres que ahora nos suenan muchísimo pero que por aquel entonces se empezaban a dar a conocer con un Oporto que haría historia. Lo que no tuvo historia fue el duelo en Gelsenkirchen; sólo existió un equipo en el terreno de juego y ése fue un Oporto que, literalmente, lo bordó. Consiguió minimizar al Mónaco, que fue incapaz siquiera de rematar a puerta. El sueño, todo el camino recorrido por Deschamps y los suyos no podía ser culminado con la guindilla final. Pero, como se dice vulgarmente, que les 'quitaran lo bailao'. Habían hecho historia para su club, para el fútbol francés y para ellos mismos. Y eso ya no lo olvidarían jamás...



Triste es ver ahora al Mónaco en la Ligue 2. Primer clasificado después de ser comprado por un magnate ruso, que ha conseguido atraer al Principado a algunos jugadores de cierto renombre en el fútbol francés, busca desesperadamente recuperar algo del prestigio perdido tras aquella estratosférica hazaña. El Louis II y la alta sociedad monegasca anhelan volver a acoger encuentros y fútbol de primer nivel, acorde con entorno de tintes principescos más propio de un cuento de hadas que de la vida real...

Os dejo el que probablemente pase a la historia como el mejor partido de la historia del AS Mónaco, para sentarse y disfrutar de un partido Champions 100%!